La tormenta duró más de lo previsto por aquellos cuerpos y sus respectivas almas. No cesó hasta la muerte de cada uno de ellos. El barro ascendía implacable por las enredaderas de sus moradas, hasta que fueron cubiertas casi por completo, hasta el exterminio de la blancura de las paredes, que se tornaron sucias, oscuras y agrietadas. No cesaba de llover, y la lluvia en otras épocas purificadora corrompió el verdor de sus primaveras. No existía la esperanza, sólo la certeza del hombre asumiendo su pena. Dios había castigado con su palabra férrea a aquellos desgraciados. Habían asumido el poder que siempre le había correspondido, anhelantes de falsa y devastadora libertad. El hombre volvía a su infierno de barro y mierda.
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