Trista, trista València, quina amarga postguerra!
V. Andrés Estellés
Estalló el obús. Suerte tuvieron de estar en el búnker, bajo tierra.
Dos señoras, tímidamente al principio, iniciaron una conversación banal, típica conversación para romper el hielo que les había entrado de súbito en el pecho.
Un niño rompió a llorar. Su madre, o su nodriza (quién sabe), le acarició con ternura. El llanto infantil cesó.
Un señor mayor se encendió un puro habano, de los buenos. Escaseaban en la guerra.
El búnker daba una sensación de camaradería o familiaridad a todos los que en él estaban refugiados. Las miradas, llenas de miedo, se entrecruzaban de un lado a otro, como balas perdidas, entrecruzando ánimas llenas de vida, donde todo giraba en torno a la muerte.
La guerra...qué amarga guerra fraternal habían iniciado en el país. Destrozaba todo lo que a su paso pillaba. Nadie quería estar en guerra, pero todos participaban de ella. La pescadilla que se muerde la cola, al fin y al cabo.
¿Cuándo acabaría aquel martirio?
Muerte, muertos, vida, vivos, todo formaba parte de la guerra. Lo que no sabían era que, al acabar la guerra, el martirio sería quizá hasta peor.
¡Qué amarga posguerra...!
Los muertos no la verían, los vivos la sufrirían.
¡La guerra, la posguerra...!
¡Qué amargor!